Hace un par de semanas me propuse fotografiar un mar invisible. Un mar borrado, que existiera solamente gracias a la presencia de un muelle, un barco, un islote, o algún otro elemento mínimo. Por supuesto, este no es un propósito muy original sino uno de los mayores clichés de la fotografía en blanco y negro. Felizmente, la originalidad es hoy una preocupación del pasado.
Con esta idea en la cabeza y un teléfono celular en la mano, me senté al lado de una playa tranquila del Pacífico Central costarricense. Al tomar la fotografía, los pequeños trazos móviles del oleaje convirtieron al mar en una presencia inevitable, suave pero barroca, sin prisa pero sin pausa, como dicen que dijo Séneca. Está claro: el trópico y el minimalismo son conceptos opuestos. La segunda lección aprendida sería: seguir el cliché es seguir la ruta de la decepción.
Hoy encontré de nuevo esa fotografía y caí en cuenta de que, como asignación de un curso de escritura de la naturaleza, debo escribir sobre la primera vez que vi el mar. No sé casi nada sobre escritura de la naturaleza, pero ese no es el problema. Precisamente por esa razón me inscribí en el curso. El problema es que no recuerdo nada sobre la primera vez que vi el mar. O, más bien, logré olvidarlo completamente. Logré borrarlo. En cambio recuerdo muy bien lo que vino después: el dolor, el enojo y las capas de la cebolla.
La fotografía del mar que intenté reducir a su mínima expresión incluye a dos personajes. En primer término, un hombre se lleva una mano a la cabeza, en un gesto que puede leerse fácilmente como el signo de la preocupación. Una preocupación repentina y profunda. Al fondo, una mujer que se alejaba lentamente, se detiene. Son ellos, y no el mar, los protagonistas de la fotografía: un hombre que se lamenta y una mujer que duda. Una pareja sin rumbo, suspendida al borde del naufragio.
Veo a estos personajes, que parecen turistas extraviados en medio de un viaje traicionero, e intento ver a través de ellos a mis padres, justo en el momento en que descubren que su hijo de siete años ha sido víctima de un golpe de calor. La palabra víctima seguramente es excesiva y golpe de calor ni siquiera aparecería en el diccionario de esos padres que fueron entonces los míos, pero tampoco tiene mucho sentido corregir la frase o recomponer la escena. Al fin y al cabo, se trata de una escena imaginaria.
A mis siete años tuve un amigo imaginario, en mi adolescencia tuve novias imaginarias y ahora, al borde de mis 50, tengo nutricionista imaginaria y recuerdo escenas imaginarias de mi infancia. En otras palabras, voy de mal en peor. Sin embargo, ¿que hacer con el encargo de escribir sobre la primera experiencia frente al mar cuando ese recuerdo sólo aparece de manera indirecta, retórica y retorcida? Una opción es escribir sobre las consecuencias de ese primer golpe de calor. Contar la causa por el efecto. Otra es recurrir a un recuerdo prestado, como sugieren los mexicanos de Café Tacuba.
En alguna ocasión, el cineasta François Truffaut comentó que no recordaba haber visto otra salida de sol que la de Amanecer (1927), el filme dirigido por Murnau. De manera similar, podría decir que conocí el mar a mis 15 o 16 años, cuando vi el primer largometraje dirigido por Truffaut, titulado Los 400 golpes (1959). En el cierre de esa película, tras el robo fallido de una máquina de escribir, el adolescente Antoine Doinel huye de un reformatorio y deja atrás a sus carcelarios, a su madre y a su padrastro.
Si Antoine Doinel recordara hoy esa huida, probablemente diría: “No hice otra cosa más que correr sin detenerme ni ver hacia atrás, pero no sentía cansancio. No sentía el cuerpo. Era otoño, seguramente finales de octubre, pero tampoco sentía frío. Sólo la urgencia de llegar. Durante el camino pensé en mi amigo René. Llegué a una extensa playa y seguí corriendo sin cambiar el ritmo, ni siquiera cuando la humedad comenzó a filtrarse a través de la suela de mis zapatos. Cambié de dirección cuando llegué al borde del agua, sin saber muy bien qué hacer.”
Mi primer golpe de calor produjo un impacto duradero en mi segundo año escolar. Durante las vacaciones previas al curso lectivo, después de recuperarme de las quemaduras de las piernas y la espalda, hice un descubrimiento biológico importante: las capas de la nariz son idénticas a las capas de la cebolla. No importa cuán profundo llegue uno en la tarea de retirar los pellejos que sobresalen en la superficie, siempre hay otra capa desprendida y fuera de lugar, esperando pacientemente para ser retirada.
Tras el día remoto en que mis padres me llevaron a conocer el mar, encontrar la forma original de mi nariz se convirtió en la tarea imposible de varios meses. Por otra parte, el golpe de calor que conocí ese día acentuó para siempre la coloración rojiza y desigual de mi cara y varió de forma incluso dramática mi relación con el mundo. Al volver de vacaciones, durante los primeros días de clase, pasé de ser el niño de la nariz roja al niño rojo. Y claro, como puede suponerse, del niño rojo al niño marciano hay sólo un recreo de distancia.
Releo los últimos párrafos y confirmo lo que he sospechado desde hace varios minutos: he evadido completamente la tarea de escribir sobre la primera vez que vi el mar. En cambio he escrito sobre una fotografía fallida y una pareja encontrada en el centro de la imagen, sobre las escenas que imaginamos, los recuerdos que de vez en cuando pedimos prestados y las muchas capas que viven en el interior de las narices y las cebollas. Espero que mi profesor de escritura de la naturaleza sea paciente conmigo.