No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi el mar. Debió ser cuando tenía menos de cinco años. Mis papás iban regularmente a una casa que alquilaban en el Roble de Puntarenas, cerca del hospital. Luego, a principios de los ochenta, mi tía Clara y mi tío Ernesto construyeron una hermosa casa en esa misma playa. Durante muchos años fuimos, religiosamente, al menos dos semanas al año. Íbamos todos los primos. Pasábamos casi todo el día jugando en la piscina, quemándonos una y otra vez, mientras que los adultos consumían todo el alcohol que existía en el mundo. O por lo menos eso parecía. Esas eran nuestras vacaciones.
En aquella época, mi relación con el mar era de un enorme respeto. Las horas frente a él estaban rodeadas de comentarios de adultos acerca de las corrientes, la importancia de las olas bajitas y de no meterse muy adentro. Además, cuando caminábamos o nos asoleábamos en la playa, las palabras de mi mamá cargaban una enorme nostalgia: cada vez había menos delfines, se oscurecía el agua del mar, se acumulaba más basura en la playa… Esa situación me entristecía. Prefería acortar esos momentos y volver a la piscina.
Afortunadamente, mi relación con el mar iba a cambiar para siempre hasta alcanzar las profundidades de un amor inesperado. Durante una de esas vacaciones, el generoso tío Ernesto, alquiló un barco en el cual montó a toda la marimba de primos y tíos, para llevarnos a isla Tortuga. Íbamos como 30 personas. El sonido de la embarcación contra las olas, el cambio en la coloración del mar hacia ese azul turquesa y la distancia con respecto a esa playa triste, fueron suficientes para enamorarme de ese nuevo mar, hermoso, implacable e inexplorado.
Llevábamos sólo unos minutos de haber zarpado cuando, de repente, una familia de tiburones martillo golpeó el casco del barco. Obviamente, todos nos abalanzamos sobre ese costado de la embarcación y estuvimos a punto de volcarnos. Yo estaba encantada porque estuve a pocos centímetros de tocar la cabeza de la mamá tiburón, que me miraba fijamente, dándome una bienvenida a ese mundo maravilloso. Estoy convencida de que ella era la mamá de la familia. Tenía que serlo: esa mirada cargaba cientos de miles de años de sabiduría. Su cabeza y su expresión permanecen entre los recuerdos más vívidos de mi infancia.
Un par de años después fui a acampar con mi tía Liliana y mis primos a Playa Naranjo, cerca de la frontera con Nicaragua. Recuerdo que había sólo otra tienda al otro lado de la playa. Mi tía llevaba contados los galones de agua y estábamos felices porque habría muy poca para bañarnos. Llegó la noche y, como de costumbre, llegaron las quemaduras en la piel. Pero esta vez la luz no sólo irradiaba de nosotros, sino también de la arena, en forma de una luz azul y fría. Salía también del agua. Era una visión mágica, fluorescente. Años después comprendí que esa luz era producto de algas microscópicas, llamadas fitoplancton, que surgen en ese lugar gracias a las corrientes.
Mi relación con el mar floreció a través de mis estudios de geología. Una de las experiencias más hermosas ocurrió en playa Conchal, en Guanacaste. A principios de los noventa, se estaba construyendo ahí uno de los primeros grandes proyectos turísticos costeros: el hotel Meliá. Mis compañeros de universidad y yo nos quedamos en un pequeño hotel de Brasilito y cruzamos, a pie, el hermoso pliegue rocoso que separa ambas playas. Nuestra misión era pasar dos días midiendo todas las fracturas de ese pliegue: sus direcciones, inclinaciones, las características de sus superficies. Eso nos permitiría, al final, saber cuáles esfuerzos habrían logrado plegar, deformar y transformar las rocas de esa manera.
Sin embargo, no esperábamos un encuadre natural tan extraordinario. Desde nuestro peñón, como se le podría identificar de forma coloquial a ese pliegue, veíamos el mar azul y una playa como nunca habíamos visto antes: no había arena, solo conchas y caracoles de diferentes colores y tamaños. Desde ese ángulo me sentía feliz de estar tan alejada de esa construcción, desplazada en el tiempo unos 300 millones de años atrás, cuando se habían formado esas rocas y habían decidido que todo lo demás era circunstancial. Cuando el ser humano estaba muy atrás en la lista de espera del universo.
La geología permite que el mar sea distinto cada vez. El color del agua, las formas de la costa, la presencia de golfos, puntas o barras de arena, tienen una razón de ser. El color se lo debemos al agua, que absorbe la luz cálida y refleja la fría. Las formas son el resultado de la combinación de la dureza de la roca, de la fuerza de las mareas, de la presencia de sedimentos acarreados por los ríos… La belleza de la naturaleza se combina con una comprensión, o por lo menos un deseo de comprensión, de su génesis.
Río de Janeiro es, para la mayoría, sinónimo de color y fiesta. El domo del Pão de Açúcar que sobresale en su costa es un verdadero deleite para los geólogos y amantes de la geología. Es una roca de granito, que se formó debajo de la superficie terrestre y que poco a poco se ha ido erosionando y adquiriendo unas formas redondeadas y nobles. El ojo del geólogo se deja llevar por estas curvas suaves, tan suaves como las de las bañistas que, como el domo, no temen mostrar lo que llevan por dentro. A diferencia de las costas de un país joven como Costa Rica, producto de terremotos y volcanes activos, el mar brasileño nos amansa y nos arrulla.
Mi trabajo me ha permitido viajar y reconocer que no existe un único mar. Existen tantos mares como aquellos que seamos capaces de construir con nuestro conocimiento e imaginación. Mares cargados de historias de nacimiento y muerte de rocas, de sedimentos y de todos los que estamos alrededor. He vuelto al Golfo de Nicoya esperando encontrar a la mamá tiburón martillo para que me siga dando lecciones importantes. Gracias a ella el mar se ha convertido en mi aliado, en mi amigo y en mi protector.